13 años después, el mensaje de \’Shadow of the Colossus\’ sigue siendo una incómoda rara avis en el mundo de los videojuegos
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Apenas queda una semana para que llegue a PS4 el remake de ‘Shadow of the Colossus’ y en Xataka ya hemos podido jugarlo a fondo. Desarrollado por el Team ICO en exclusiva para PS2 y lanzado originalmente en 2005, el clásico de Fumito Ueda ya tuvo su lavado de cara en septiembre de 2011, cuando desembarcó en PlayStation 3 en forma de pack, con texturas HD, trofeos y compatibilidad con 3D.
Lo que nos encontramos ahora es bien distinto. Desarrollado por Bluepoint Games, expertos en la materia, esta adaptación para PS4 es un remake; es decir, un comienzo desde cero tomando como referencia plano a plano el original pero llevándolo hasta una resolución 4K, compatibilidad HDR, un framerate de hasta 60 FPS y un nuevo motor gráfico redondeado con un delicioso Modo Foto.
Pero mejor hagamos un alto en el camino y vayamos paso a paso.
¿Qué es Shadow of the Colossus?
Hablar de ‘Shadow of the Colossus’ no es nada fácil. Han pasado 13 años desde la pieza original y, entretanto, se han escrito libros, publicado documentales, ensayos y un puñado a mano llena de críticas más o menos afortunadas. Para quien aún desconozca este juego —SotC de ahora en adelante—, podríamos decir que estamos ante una aventura de corte clásico.
Sus patrones narrativos responden a los códigos de cierta literatura universal: el viaje del héroe, la epopeya tradicional vestida de rescate a damisela —en muchos apuros, está técnicamente muerta— mediante el uso de poderes arcanos.
Nos llamamos Wander, del inglés wanderer, errante o vagabundo, y llegamos enfadadísimos al altar de un antiguo templo. En nuestros brazos portamos a Mono, el cadáver de una mujer. Ni se conoce la relación previa entre ambos personajes ni la razón de su muerte.
Para llegar a este templo, y a estas tierras malditas, hemos cruzado un gran puente. Uno casi infinito que actúa como gran arteria de un mundo infinito en sentido borgiano. Un puente que es una Babel horizontal —mientras que el último coloso podría considerarse una Babel literal— que conecta dos tipos de espacios: el protegido y el salvaje.
Más allá de los colosos, que evocarían a los kaijus de la tradición oriental, estamos rodeados de un universo bucólico, de prados vírgenes y áridos desiertos; sin poblados, sin actores secundarios, sólo montaña de roca y aislados árboles mecidos por un viento voraz. Es decir, no hay nada más: algún puzle, 16 colosos que iban a ser 48 y luego 24, pero el tiempo y los recursos redujeron la cifra. Y menos mal. ¿Por qué?
Ese mal que nos posee
SofC nos tortura una y otra vez con una misma mecánica. Formas parte de una guerra mucho más grande que tú, de algo que ni entiendes. Wander llega al templo y contacta con un tal Dormin, una deidad plural, que nos promete resucitar a Mono si acabamos con los Colossi que pueblan esta tierra prohibida. El pequeño chaval acepta sin titubeo. A toda costa. No hay precio bastante alto para alcanzar su objetivo.
Pero mejor sigamos. Cada coloso nos enseña un progreso militar, una nueva forma de matar, en un ciclo redundante, vicioso y perverso. Esos colosos no son villanos, sólo se defienden del atacante. Y nosotros apenas sobrevivimos, no somos San Jorge matando al dragón, no hay virtud en liquidar lo gigante, sino cierta corrupción moral. Somos ese aguijón de abeja que envenena al gran rey. Y así, hasta 16 veces seguidas.
En las batallas, la música, extradiegética, oscila de la ambientación tétrica a la fanfarria heroica. Justo cuando estamos a punto de coronar a los colosos, la épica se dispara. Nada más acabar con uno, ese ánimo fértil pasa a escalas menores para transmitir la tristeza de la pérdida. «Pero qué he hecho» fue el sentimiento que me sobrevino tras el primer asesinato. El juego encapsula pero no se recrea: tras cada caza la música toma distancia durante un segundo de silencio. Nuestra empatía rellena los huecos.
Curiosamente, los colosos más pequeños son más los más letales y todos ellos remiten a formas animalescas y primitivas (lobos, jabalíes), mientras que los más grandes se visten de antropomorfización recordándonos que esas bestias también cuentan con cualidades humanas. Y sufren: una especie de flujo oscuro emana cada vez que asesinamos a un coloso, una brea petrolífera nos recuerda que son cáscaras, en sentido mágico.
De esta forma se transmite algo impropio, aunque irónico, en los videojuegos: ese «qué he hecho» es una emoción íntima del jugador. Sin penalizar la violencia, sentimos que algo falla en todo el acuerdo. Como una esquirla clavada. Una empatía empujada gracias a que Wander es, bueno, otra cáscara, a su manera, como veremos más adelante.
La figura femenina
ATENCIÓN: lo que viene a continuación contiene algunos spoilers. Recomendamos su lectura sólo si has llegado al final de esta aventura.
A priori, durante toda la partida, entre 7 y 12 horas de duración, presenciamos un ciclo de muerte, una guerra de poder masculino —los colosos, el ejército, Wander; todos menos Agro, nuestra fiel yegua, y la propia Mono—. Con cada coloso caído, una parte de este penetra en el cuerpo de Wander.
Mono hace acto de aparición a través de Wander, que la lleva en volandas como a una novia. En la antigüedad, como otras tantas tradiciones matrimoniales, llevar a la novia en brazos era parte del rapto de poseerla contra su voluntad. La dama, vestida de blanco y con velo, sobre un altar, cumple con los tropos del matrimonio occidental. Por esto asumimos (mal), desde nuestra perspectiva occidental, que Mono es novia de Wander.
Hasta que entra en juego un tercer actor, un tal Lord Emon. Sólo aparece dos veces en toda la historia: tras matar al coloso Pelagia y en la escena final del juego. Él es el líder y chamán en la aldea de Wander. Va cubierto con una máscara de madera que simboliza un búho. El búho, a su vez, representa la clarividencia, el secretismo, el cambio de poderes y el desapego. Y como tal actúa.
El juego deja claro, a través de un «ella fue sacrificada para servir al destino» que Lord Emon es responsable de esta muerte. Los objetos ocultos que podemos obtener en distintas misiones —máscaras, lanzas, capas y ropas— hablan de esta tribu responsable de encerrar a Dormin. Y sí, son una secta peligrosa.
Diríase que Dormin está encerrado porque incomoda a un orden establecido. Sellan su poder porque los humanos quieren tener más control. Hacia el final se propone un interesante desenlace: Emon vuelve a sellar las cosas lanzando la espada a la fuente del templo. Es decir, no usando el arma para su fin, de forma violenta, sino siendo lavada y purificada.
La espada cae y se forma un vórtice que arrastra a Dormin hasta delinear la silueta de Wander. El juego nos pasa el control pero sólo para ver como esas fuerzas nos absorben y tragan. Tiempo después, donde debería estar su cadáver, crece un jardín florido que bien podría recordarnos al Jardín del Edén bíblico. Dormin es un dios de vida.
Dormin ha prometido un trato funesto porque desea liberarse, y es a través de cada coloso caído como logra reunir todas sus partes y volver a resucitar. Pero Wander no es el único que anda guarreando con magias para obtener aquello que anhela. Como jugadores, la partida consiste en deambular ejecutando órdenes que una deidad caprichosa nos ha impuesto. No hay causa efecto ni damisela en apuros.
Algo que se ignora comúnmente es que cuantas más sombras se reúnen en torno a Wander, con la muerte de cada coloso, más palomas se reúnen en torno a Mono. La paloma es un símbolo de paz en tantas culturas que lo hemos asumido de forma unánime.
En términos religiosos, Mono representa la pureza, una Virgen María, maternal, no envenenada por el conocimiento del pecado. Una tragedia clásica sin héroe yendo de rescate al inframundo; él desencadenó el infierno, mientras que ella, en cierto sentido dantesco, sólo sabe desencadenar el cielo.
No hay amor sino egoísmo. Todas esas fantasías de poder quedan enterradas. Y ese amor, en ningún caso, se interpela desde la perspectiva sexual, sino en un sentido mucho más familiar.
En fin, Mono solo sirve a ciertas fantasías de poder masculino: la recompensa a través de la destrucción. Mono es un botín pasivo, una mera polea para motivar esa furia homicida. La resolución de Wander no es heroica, sino sexista. Nadie ha pedido un rescate, pero en su priapismo intelectual nos recuerda que esa toxicidad no tendrá premio. Al contrario, nos arrastrará en una espiral negra. Tal vez, la voluntad última de Fumito Ueda es que aprendamos algo de todo esto.
Un remake con todas las letras
Con más frecuencia de la que nos gustaría, en la industria del videojuego se abusa de la remasterización apresurada. Parece que la carrera tecnológica ha concedido cierta bula papal hacia aquello que simplemente se vea mejor. Y sí, este SofC se ve muchísimo mejor, pero también se juega mejor.
Crear SotC fue un dolor de cabeza. En lo técnico, Kenji Kaido, productor jefe, mantuvo una interesante batalla con el equipo para lograr los estándares de Fumito Ueda. Que Wander rote sobre su eje como un muñeco de trapo, siguiendo la inercia del movimiento del coloso, es algo orgánico pero jodido de lograr.
Por aquel entonces no existían muchas piezas similares. Un año después, NaturalMotion crearía Dynamic Motion Synthesis, el prototipo de Euphoria que a su vez serviría a Rockstar como base para desarrollar el galardonado motor RAGE. Pero estamos en 2003, no en 2008. Y las cosas con PS2 no eran fáciles: estas físicas realistas impusieron que los colosos más rápidos fuesen también los de escala menor.
De hecho, una gran parte de compatibles en aquella generación operan mejor o en la primera Xbox o en GameCube. En la iluminación, ya se usaron motion blurs y altos rangos dinámico para mostrar la insaturación de los colores —esa enorme y realista paleta de verdes—, florecimiento de luz reflejada sobre rocas y otras tantas piruetas que ahora se ensalzan hasta los estándares actuales. Por ejemplo, cuando nadamos nos mojamos y así se transmite en lo visual y lo auditivo.
Conservando ese “sense of Wander” a través de la escala, se ha usado la geometría base pero se ha reconstruido cada segundo de juego. Uno que en ningún caso fue éxito comercial pero que la solera de los años ha concedido cierto estatus de juego de culto. Algunas decisiones de estilo apelan a la mímesis. Por ejemplo, se ha reducido aún más el HUD: la vida de los colosos ahora sólo aparece, igual que la nuestra, de forma dinámica. Eso sí, se conservan el diseño y el efecto de sonido original.
Algunos de los colosos han llevado meses de trabajo. El pelo responde de forma interactiva, se aplasta y zarandea con el viento. Para la remasterización de 2011, Fumito Ueda quedó sorprendido con aquel lavado de cara, llegando a preguntarse cómo lograron un resultado tan alto sin siquiera contar con el código original, a sabiendas que al Team ICO les costó sudor y sangre rematar el juego.
Esta vez sí han contado con el código original y el trabajo de Marco Thrush (director), Mark Skelton (director de arte) y demás es abrumador. Bluepoint Games parece conocer el hardware de la consola como pocos. No sólo se transmite la sensación de inmensidad y soledad en términos estéticos, logran amplificarla.
Unas mejoras que son obvias en cualquier formato: en la PS4 original, en menor medida, y en PS4 Pro. Existen, de hecho dos modos de juego para esta última: cinemático, el cual enfatiza la calidad y ofrece resolución 4K dinámica y 30 fps. Sin una TV 4K veremos el juego a resolución nativa 1080p, renderizado desde los 2K (1440p), para evitar el aliasing. Por otro lado tenemos el modo “Rendimiento Fluido” que sube el framerate hasta los 60 fps.
Y en lo musical, Kow Otani, compositor de la banda sonora, acude a órganos ceremoniales, figuras en vientos metal y mucha inspiración medieval. A lo largo del remake se puede apreciar cómo las pistas originales han sido infladas con nuevas capas, con más músicos y pequeños arreglos que dilatan el paso entre los motivos principales. No todo ha sido rehecho, pero sí hay cierto énfasis orgánico que redondea cada pista.
¿Y qué novedades aporta?
De Fumito Ueda hemos hablado en otras ocasiones, de sus 10 años de guerrilla para sacar adelante ‘The Last Guardian’. Su perfeccionismo es una comidilla habitual en la industria. Pero en un mundo donde ya tenemos ‘Everything’, ‘Firewatch’, ‘What Remains of Edith Finch’ o ‘Night in the Woods’, en pleno 2018, la “experiencia” que propone SotC no se antoja novedosa.
Sigue siendo una lectura audaz, en cualquier caso, de la mitología del héroe y los roles de poder. Y tampoco olvidemos su capacidad para influir: cientos de juegos han bebido de esta fuente. Desde ‘Dragon’s Dogma’ hasta ‘Journey’, desde sugerencias menos obvias como la última ‘Kong: La Isla Calavera’ hasta otras explícitas como en ‘Prey for the Gods’.
Este nuevo ‘Shadow of the Colossus’ es una reconstrucción muy equilibrada. Y creedme: cuando ni el propio padre del juego sabe —o no quiere saber— cómo transmitir los cambios, no es fácil alcanzar esta meta. Merece la pena espolear a Agro y recorrer al galope la estepa vacía, y merece la pena leer, sin más palabras de las necesarias, las diferentes líneas que nos sugiere uno de los juegos más evocativos de su generación.
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