Corcobado: roquero apasionado, crooner descarnado. Un artista desbordante que ha trabajado la poesía y la novela, ha flirteado con la fotografía inanimada y se ha casado y separado tantas veces del sonido que su matrimonio con la música durará hasta que la muerte los separe.
Ahora, solo o en compañía de tantos: el proyecto faraónico Canción de amor de un día es una pieza de veinticuatro horas de duración en la que han participado más de sesenta colegas. Antes, al frente de bandas de culto como Mar Otra Vez o Demonios Tus Ojos, que rescató de la ceguera en un reciente concierto en el Conde Duque de Madrid.
Crudo y frágil, sensible y áspero, Javier Corcobado (Fráncfort, 1963) ha comenzado este sábado una gira norteamericana que le llevará a Ciudad de México, Mexicali, Tijuana, Santa Clara y Los Ángeles, donde es considerado un redentor sufrido y oscuro por un público fidelísimo que lo sigue adorando desde que en 1992 pisó por primera vez aquella tierra, que años después haría su casa. De tanto experimentar, ya es un clásico en vida.
Muchos de los escasos Corcobados son de Badajoz. El apellido le viene de madre, pero ¿de dónde ha salido usted?
Corcobado, con be, es una deformación del Cristo de Corcovado, con uve. Yo, realmente, soy el hijo de Jesucristo [risas]. Por cierto, tengo ganas de conocer a mi primo en Río de Janeiro. Cuando vivía en Estremera, un pueblo a setenta kilómetros de Madrid, la primera visita que hice por la noche fue al cementerio. Me quedé acojonado, porque el ochenta por ciento de las tumbas eran de Corcobados. ¿Pero cómo podía ser, si todos los que salíamos en la guía telefónica éramos familia?
Además de en Badajoz, hay algunos Corcobados en Palencia. Y, me imagino que por la emigración, también en Madrid, Barcelona y Bilbao, en cuyo casco viejo vivió, aunque ahora reside a treinta kilómetros, concretamente en Errigoiti.
En la iglesia de Estremera, consulté las actas de bautismo —algunas antiquísimas— y el apellido se remonta al menos al siglo XVII.
Su familia es gata, gata; madrileña, madrileña.
Mi madre es totalmente gata. Yo también debería serlo, pero nací en Fráncfort, hasta que me trajeron antes de cumplir los dos años a Madrid, donde me crie.
Sus padres emigraron a Alemania. ¿Qué hacían allí?
Mi padre era rotulista publicitario, en unos tiempos en que las letras todavía se rotulaban a mano. Entre otras cosas, porque antes había sido futbolista. Jugó en el Rayo Vallecano y en el Atlético Aviación, el predecesor del Atlético de Madrid.
O sea, que llegó a ser profesional.
Sí, pero se retiró a finales de los cincuenta. Era un tío muy habilidoso y hacía todo tipo de trabajos manuales. De hecho, conoció a mi madre mientras le pintaba la casa a mi abuela. Se enamoraron allí mismo.
Entre capa y capa.
Cuando terminó de pintarla, como sólo se habían visto entre cuatro paredes, le dijo a mi abuela: “¿Podría salir con su hija alguna vez?”. Desde aquella pregunta, han pasado cincuenta y siete años juntos.
Tuvieron tres hijos. ¿Algún artista más entre la prole?
Mi hermano Esteban es un gran dibujante y tatuador. Gustavo es ingeniero informático, o sea, el cerebro privilegiado de la familia, no como nosotros. Yo soy el mayor de los tres.
Su madre quería que fuese ingeniero.
Concretamente, industrial. Sin embargo, a mediados de los ochenta, me arrojé al abismo. Cuando publiqué Edades de óxido (1986), el segundo disco de Mar Otra Vez, dedicí que sólo me iba a dedicar a la música. Lo pasé mal de verdad, hasta el punto de que llegué a sentir hambre.
Lo tenía claro antes del salto al vacío.
Sí, por eso me dije: “Mi vida es componer canciones, hacer rock extremo y entregarme al escenario. Mi vida, en definitiva, es el ruido”. Yo quería vivir ese rock and roll way of life hasta el límite y, de hecho, entonces no pensaba que fuese a cumplir ni treinta años.
Consta en acta.
[Risas] Y aquí me tienes, con cincuenta y cinco… Yo, que creía que no iba a llegar a los veintiuno.
Javier Corcobado, de gira por México y California. / AINTZANE ARANGUENA
Como diría Diego Manrique, usted sufrió un rejuvenecimiento drástico: del “desastre humano” de 1999 al tipo “sano, moreno y musculado” de 2003. Y también ganó peso o, si lo prefiere, lozanía.
Aumenté varias veces de peso, sobre todo cuando dejaba temporalmente la música. Yo me cuido mucho, porque tengo el complejo de haber sido un niño gordito.
¡Y cantor!
Y, además, tocaba el laúd en una rondalla.
En Vallecas.
Sí… Casi mejor me olvido de esas batallitas.
Por favor, siga…
Yo era uno de esos niños gorditos que no sabían jugar al fútbol con un padre, para más colmo futbolista, que me quería inculcar ese deporte. Pero, infelizmente para él, no tenía la agilidad suficiente… Desde entonces, le temo mucho al sobrepeso, por lo que procuro cuidarme sin caer en la obsesión. Hago ejercicio por una cuestión de salud, porque ya tengo una edad y hay que cuidar el corazón.
Usted tiró hacia la música porque no daba pie con bola, aunque no es el único artista que desarrolló esas habilidades para suplir sus carencias: Josele Santiago, en este caso por cegato, también cambió el balón por la guitarra.
Eso es precisamente lo que me pasó a mí.
Sin embargo, antes de entregarse en cuerpo y alma a la música, ejerció como diseñador gráfico y delineante industrial.
Sólo un año. Había estudiado delineación industrial para, luego, hacer COU e ingeniería industrial, pero era malísimo en matemáticas y lo dejé.
¿Aquellos años de música y experimentación son hoy un paréntesis, una franja de olvido, un mind de gap? “Al salir, tengan cuidado para no introducir el pie entre la vida y el andén”.
Decidí dedicarme exclusivamente a esto, con lo que conllevaba en aquellos tiempos y, sobre todo, con la música que yo hacía, pues no era nada fácil. Aquella decisión coincidió con la segunda formación de Mar Otra Vez y, en ese momento, en Madrid nos prohibían tocar en muchos sitios porque nos consideraban un grupo muy violento. Realmente, no era así. Aunque la música que hacíamos hoy pueda sonar hasta melódica, entonces no. Nos daba rabia que la gente estuviese hablando y no escuchara. ¿Qué hacía yo? Pues subirme a la barra y tirar las copas a patadas para que prestaran atención a la música.
Javier Corcobado: “Yo soy un poeta que, si no fuese por la música, me hubiera quedado en una cueva muy oscura. Cantar me dio la luz”
Gracias a esa actitud tan juvenil y salvaje nos ganamos un prestigio de banda agresiva y nos impidieron tocar en garitos como el Agapo o El Templo del Gato. Decidimos irnos a vivir a Utiel y, durante un año, dimos muchos conciertos en la provincia de Valencia. Ya en 1987, grabamos el último disco de Mar Otra Vez, nos separamos de una manera bastante traumática y, como seguía teniendo contrato discográfico, quise grabar mi primer álbum en solitario. Providencialmente, conocí a Javier Almendral y a los hermanos Nacho y Javier Colis. Estábamos tan unidos que mi proyecto personal se convirtió en una banda, Demonios Tus Ojos, aunque todos sabíamos que sería algo efímero.
Hace tres años recuperó a Mar Otra Vez en la sala El Sol y recientemente ha vuelto al Conde Duque con Demonios Tus Ojos, con la que ejercieron de teloneros de Sonic Youth, si bien la aventura sólo duró un disco.
No sólo compartimos escenario en dos ocasiones, sino también vivencias. Me entendía muy bien con Lee Ranaldo. Ellos llevaban una decena de guitarras cada uno y me preguntaba cómo afinaba mi guitarra, que enchufaba a un amplificador baby de quince vatios. Le respondí que yo no la afinaba. Simplemente, le ponía cinco primas [la primera cuerda y la más delgada de todas, de sonido muy agudo] y tenía tres afinaciones: una aguda, una media y otra con las cuerdas totalmente descolgadas. Y Lee Ranaldo alucinaba, claro.
Aquella guitarra se llamaba Tormenta, aunque no sé si la conserva.
No, la Tormenta evolucionó. En realidad, es sólo la afinación, que puedo utilizar con cualquier marca de guitarra.
En todo caso, no evolucionó de Tormenta a huracán, sino a un viento más melódico.
Evolucionó hacia una afinación mía más correcta: dos sextas, dos bordones y cuatro primeras, con todas las cuerdas afinadas en mi.
¿Duele más la pérdida de una guitarra —por despiste, hurto o préstamo sin retorno— o su muerte para siempre? Porque las guitarras se mueren, ¿no?
Yo he roto guitarras en el escenario y las he recompuesto, si bien algunas fallecieron durante la operación. Ahora, afortunadamente, tengo una Gibson Firebird, que es mi Tormenta desde hace muchísimos años.
Le comentaba antes que acaba de exhumar a Demonios Tus Ojos, aunque sólo fuera para ofrecer un único concierto en el Conde Duque.
No lo exhumamos, porque nadie ha estado muerto. Todos los miembros de Demonios Tus Ojos han seguido haciendo música, si bien ese concierto no fue premeditado. Suso Saiz, comisario del ciclo Sonido Malasaña, me ofreció tocar en el Conde Duque, pero le contesté que el grupo que pateó más el barrio había sido Demonios Tus Ojos. Por otra parte, es verdad que sí recuperamos para Mar Otra Vez a dos compañeros que se habían retirado: el batería, Luis Corchado, y el guitarrista Javier Rodrigo, porque el bajista Luis Sanz no ha dejado de tocar, incluso conmigo. Bueno, ahora que lo pienso, el teclista Andrews Wax estaba totalmente perdido… ¡A ése sí que lo sacamos de la tumba!
Canción de amor de un día: 24 horas de letra, música e imagen; cien piezas en las que han participado más de sesenta artistas; muchos años de trabajo. ¿Recuperado?
La gran satisfacción fue terminarla a finales de 2017. Comencé en 2004, mas el trabajo intenso —incluida la escritura de la novela homónima, cuyos extractos inspiraron las composiciones— duró seis años. No tuve que convencer a nadie, porque todos los colaboradores participaron encantados.
Y después de ese trabajo faraónico…
Caí enfermo de estrés. Al menos, la música está terminada y la editorial de la Universidad Autónoma de Aguascalientes, de México DF, se ha interesado en editar la novela junto al pendrive con las canciones, que pesa veintiséis gigas. La fase de producción del vídeo está atascada, pero no me preocupa, porque mi sueño era hacer una canción que durase veinticuatro horas: un track continuo, compuesto por cien piezas musicales, todas enlazadas y a las que da sentido la novela escrita en 2011.
Javier Corcobado, con Demonios Tus Ojos. / JOSÉ CARLOS NIEVAS
La anterior, El amor no está en el tiempo (2005), la escribió en Agua Amarga, un pueblo de Cabo de Gata. Allí permaneció seis años y montó un estudio con la ayuda de Fino Oyonarte, donde grabó Editor de sueños (2006).
Sólo grabamos ese disco. Para mí, Fino Oyonarte —quien ha sido parte de mi banda— es el mejor bajista de este país, además de un gran amigo. Fue la primera persona a la que le conté el proyecto de Canción de amor de un día y se involucró muchísimo. Al principio, yo pensaba implicar a artistas y bandas de todo el mundo: Alan Vega, Spectrum, Sonic Youth y gente así. Fino me dijo: “Otra vez tú y tus locuras”. Al final, me centré en grupos de la península ibérica.
La novela El amor no está en el tiempo se tradujo al italiano bajo el título Il rumore del sistema nervoso centrale. ¿A qué suena su cabeza? O, mejor dicho, ¿qué suena en su cabeza?
El título del libro lo cambió la editorial, tomando el nombre del capítulo El ruido del sistema nervioso central. Me dijeron que en italiano no funcionaba El amor no está en el tiempo y me pidieron permiso para poner otro. El que eligieron tenía sentido y la verdad es que me gustó.
Tras Corcobator (1999), vive dos años en A Coruña y luego da el salto a México DF. Había que echar el freno…
Sí, eeeh, sí [risas]. Había que echar el freno, porque llevaba desde 1985 sacando casi un disco al año y haciendo giras. Era agotador. Además, yo estuve siete años con una adicción tremenda y en 1998 la abandoné radicalmente. O sea, hace ya veinte años que dejé los opiáceos, que fueron la adicción más fuerte que he tenido. Desde muy joven, he tomado todo tipo de drogas, siempre para experimentar. De hecho, he dado conferencias con Antonio Escohotado en universidades como la de Granada. Él hablaba mucho del MDMA y yo hablaba más de la morfina, de la heroína y de todas esas cosas.
Durante ese tiempo, no paré de trabajar, incluso con una adicción enorme. Yo consumía muchísimo porque me lo podía permitir, pero nunca llegué al nivel de ser un yonqui de la calle. Cuando ya lo vislumbraba, fue cuando me quité. Estaba agotado de tantos años de discos y giras. Entonces me eché una novia guapísima de A Coruña y me fui a vivir a Galicia. Luego me dejó y, cuando la vi años después, me dijo que había sido la ganadora de la novena edición de Gran Hermano [risas]. Era Judit Iglesias e iba de gótica. ¿Lo vas a poner, cabrón?
¿En A Coruña se implicó en la fotografía? ¿Qué tiene la imagen que no tenga la música?
¡Buah! Durante dos años, realicé un trabajo que muy sanador para mí: fotografié la ciudad calle por calle, iglesia por iglesia y callejón por callejón para ilustrar cómo era A Coruña en el 2000. Siempre había hecho fotos y en los noventa me arruiné tirando polaroids. Afortunadamente, allí tuve como profesor a Manuel Barral, un fotógrafo magnífico que me enseñó durante tres meses algunas nociones básicas.
Respondiendo a la pregunta, la imagen es muchísimo menos importante que la música. Además, yo soy un fotógrafo de edificios, o sea, de cosas quietas. No me considero un retratista. Si te fotografiase a ti, me matarías por sacarte fatal.
¿Qué fotógrafo ilustraría mejor sus canciones?
Mi mujer, Aintzane Aranguena. Es mi fotógrafa favorita y tiene un gran talento. Manuel Barral, también. Alberto García-Alix, amigo de correrías, tiene sesiones de fotos mías que nunca he llegado a ver, por lo que no sé si las habrá perdido. La música es lo más importante porque es la disciplina más etérea y menos explorada. Dicen que ya está todo hecho, pero en la música no es así.
La música es lo que entra primero. Si no primitiva, sí primaria.
Sales del coño de tu madre con la música o sin ella. La mitad de la humanidad nace sabiendo cantar y la otra, si quiere hacerlo, tiene que aprender durante toda la vida.
¿Usted ha aprendido?
¡Yo no! [tajante] Yo nací cantando.
Lo decía porque ha escrito que, cuando tenía cuatro años, interpretaba en los cumpleaños Yo soy aquél (Raphael) o Poupée de cire (France Gall), aunque nunca le dijeron que cantase bien, sino que era un prodigio memorizando las letras.
Eso también. Pero yo he cantado desde que tengo uso de razón. En aquellas fiestas, me subían a la mesa para que lo hiciera.
Y de los cumpleaños a la rondalla de Vallecas.
Desde los seis a los diez años, aprendiendo solfeo y tocando el laúd. Acabé hasta los cojones y, cuando cogí una guitarra eléctrica, me propuse desaprender todo lo que había aprendido. Y así toco.
Usted escribe cuando viaja.
Poemas, sobre todo.
Si está parado, ¿prefiere la cafetería o el parque?
El parque.
Pero usted es muy de cafeterías con señoras, cardados y tortitas con nata.
También. Todo me aporta para crear: parques, bares, cafés…
¿Necesita gente?
¡Nooo! Bueno, el lugar ideal para escribir poemas es la calle Real de A Coruña o la Gran Vía de Madrid o de Bilbao. Es fantástico sentarte en una terraza y ver pasar el desfile de gente. Es algo que me inspira.
Javier Corcobado. / JOSÉ CARLOS NIEVAS
Siendo una persona introspectiva, que le agrade el gentío para escribir resulta en cierta medida curioso. En todo caso, usted prefiere la persona al grupo. ¿Y el grupo a la masa?
Yo prefiero… Reconozco que soy bastante misántropo, pero las personas de una en una me encantan.
¿Cuántas son multitud?
Tres, contándome a mí. Soy poco sociable, aunque también muy simpático, como estarás comprobando. Ahora bien, puedo tirarme un mes entero en mi casa, trabajando y escribiendo, sin salir ni ver a nadie. Afortunadamente, vivo aislado. O sea, que elijo a quién quiero ver. Me he vuelto muy ermitaño y, cuando tengo que venir a las ciudades, todo me parece bonito. Me encanta, porque es como si fuera algo nuevo. Me he hecho muy rural. A ver, ¡dios mío!, me refiero al plano físico, porque luego estoy conectado continuamente. No queda más remedio que interactuar en las redes. Le dedico un tiempo diario y lo hago con gusto.
Tiene que alimentar a sus fans de California, México y otros países de América Latina.
Se lo merecen y les tengo mucho respeto. Más allá de que sea parte de mi trabajo, para ellos supone un alimento. Es lo mínimo que puedo hacer, porque no sólo compran las entradas de los conciertos, sino que también me implican en sus vidas personales. Algunos seguidores me han dicho que han concebido a sus hijos escuchando mi música. Y, con el paso de los años, he visto crecer a esos niños.
No deja de sorprender su éxito en México habiendo publicado sólo tres álbumes. Todo gracias al boca a boca; antes a las cintas y ahora a las descargas. Obviamente, el público que acude a sus conciertos no se corresponde con la venta de discos.
De hecho, hemos tocado para dieciséis mil personas en el festival Vive Latino y llenado varias veces el Teatro Metropólitan, donde caben más de tres mil. Pero, cuidado, es una cuestión de trabajo. Por otra parte, más allá de mi desaparición —cuando me fui a vivir a México—, creo que dejé un poco abandonada a España. No me fui cabreado, sino que lo hice por salud y por vivir en otro sitio. Afortunadamente, allí me fue muy bien, porque daba conciertos con regularidad y me permitía comer con lo que hago.
Javier Corcobado: “Disfruto tanto escribiendo como sobre el escenario. Sin embargo, componer música es muy doloroso”
Con España, por circunstancias, he tenido una relación distante, aunque ahora estoy percibiendo que me están reclamando otra vez. Tengo que ir a tocar a Barcelona y a Valencia, porque me lo piden constantemente. Confío en que el próximo año, con la salida del nuevo disco, vamos recuperar a ese público tan fiel que teníamos. Y, de paso, a buscar otro nuevo, porque mucha gente de mi edad ha formado una familia y ya no va a los conciertos. En este mundo, tienes que renovar a los espectadores, porque no puedes vivir siempre de tu leal audiencia, pues envejece igual que tú. Lo que sucede es que uno sigue sobre el escenario y ellos se quedan en casa.
Decía antes que, antes de pasarse a la fotografía, se había gastado una pasta en polaroids. Iván Zulueta, en cambio, recorrió el camino inverso: debutó con sus cortos en super-8, se pasó a los 16 mm, rodó dos largometrajes y, cuando se encerró en su casa, comenzó a apuntar con su polaroid hacia todo. Diez mil instantáneas, cuya selección de dos mil fue objeto de la exposición Mientras tanto.
Yo no tengo ninguna intención de desarrollar una carrera artística como fotógrafo. Lo consideré como un trabajo durante un par de años, porque descansé de la música. Ahora, con el iPhone, estoy haciendo fotos todo el tiempo. Sin embargo, no tengo ninguna intención artística, sino que es una masturbación artística.
¿Y la novela?
Ansío tiempo para dedicarme a ello, porque creo que va a ser mi principal actividad profesional cuando ya no pueda subirme a los escenarios. Es lo que más me gusta hacer, porque disfruto tanto escribiendo como actuando. Y, por supuesto, más que componiendo, porque componer música es muy doloroso. No obstante, lo tengo que hacer porque soy una especie de receptor-transmisor. Creo que me ha tocado ese papel de la creación, aunque no me gusta llamarla así, sino metabolización de un mensaje divino que, tras recibirlo, lo trabajas para convertirlo en canciones. En realidad, yo soy un poeta que, si no fuese por la música, me hubiera quedado en una cueva muy oscura. La música me dio la luz.
Un tímido patológico subido a un escenario. Una paradoja frecuente.
Ya, ya, ya… En eso soy muy vulgar. Yo he sido un tímido patológico, pero hay muchas maneras de vencer esa timidez. Para eso existen los medicamentos, el alcohol y las drogas, legales e ilegales.
Antes decía que tres personas, contándose a usted mismo, son multitud. Aprovechando que el río Oka pasa por Errigoiti, en el disco Mujer y Victoria (2016) trata el tema de la apotemnofilia, que da título a una canción del disco. ¿Parafilia real o aproximación estética?
En algún momento dado de mi vida, he tenido todas las parafilias que aparecen en la canción, de una manera más o menos profunda.
Sin embargo, cuento diez dedos en sus manos.
Bueno, nunca he intentado mutilarme ningún miembro [risas]. No he tenido apotemnofilia, aunque la idea surgió de Consumidos, la novela de David Cronenberg; al igual que la acrotomofilia, es decir, la atracción sexual por los amputados. Como Joel-Peter Witkin, quien buscaba mutilados para fotografiarlos. La mayoría de las parafilias que aparecen en la canción, sobre todo las más fuertes, no pasan de la expresión artística. Pero hay unas cuantas que sí tengo, como la capnofilia, o sea, el placer de ver fumar a alguien con estilo. Por ejemplo, me ha gustado la calada que le has dado ahora al cigarro, ¿ves? [risas].
Tanto en Mujer y Victoria como en otros discos, hay cierta crítica social. Pongamos por caso la canción Bienestar.
Totalmente. En Los estertores de la democracia (2014) hablo de forma gráfica de lo que pienso de los políticos, mientras que en Bienestar aludo a cómo están los tiempos.
¿Cómo están los tiempos?
Los tiempos están bien si tú estás bien. Depende de ti.
¿Y los tiempos políticos?
Son un circo estúpido que llena los medios de comunicación, que están totalmente manipulados, quizás incluso desde que nacieron [risas]. Los políticos ocupan más espacio que todo lo demás, seguidos de las catástrofes.
Javier Corcobado. / JOSÉ CARLOS NIEVAS
¿Le molestaría que el titular de esta entrevista fuese político, cuando hemos hablado casi todo el tiempo de música?
No, porque yo detesto a los políticos. No es que los aborrezca, sino que creo que ya no hay vocación política.
Pero sí carrera política.
Claro. En el colegio, los profesores, cuando se ausentaban del aula, nombraban a un delegado de la clase. El alumno que accedía y le gustaba iba para político. Entonces, la mayoría de ellos no tienen vocación, y los que la tienen dejan la política cuando se topan con un panel de heces secas, o sea, con un muro de corrupción que no se puede traspasar. Además, los políticos son detestables y feos, porque Dios no les ha dado belleza o un talento especial, sino una tremenda falta de escrúpulos para alcanzar el poder.
¿Le iba a preguntar si a veces es necesario salir de la ciudad, pero ahora tendría más sentido preguntarle si en ocasiones necesita salir del pueblo, donde recaló por amor tras pasar por Bilbao?
Sí. Necesito salir por trabajo. Si no tuviese que dar conciertos, no [risas].
En Errigoiti los votos se reparten entre Bildu y PNV. Apenas Podemos ha asomado la cabeza en las autonómicas y en las generales. ¿Qué hace un domingo de elecciones?
Yo soy anarquista desde niño, aunque mi madre era comunista, y en Euskadi ejerzo como tal. Cuando coincido con gente de Bildu y del PNV y veo que intentan recabar mis intenciones, les digo que no me pregunten más, porque están hablando con un anarquista.
Defiende que la democracia no funciona en una banda: alguien tiene que mandar.
Si un grupo se forma de manera tácita, ha de ser democrático, pero siempre tiene que haber alguien que dirija. Yo me cansé de tener grupos y de ser democrático. Realmente, yo no creo en la democracia en el mundo creativo. Decidir cada paso entre todos suponía un freno. La música, las letras y las ideas me salen como un torrente, por lo que tengo que llevarlas a cabo inmediatamente. Por eso empecé una carrera en solitario.
Respecto a Canción de amor de un día, ¿es más complicado vencer el tiempo o el espacio?
El tiempo es muy fácil de vencer, pero el espacio, no tanto. Por ejemplo, el tiempo en el amor y en el sexo no existen.
Sus letras, con los años, se han hecho menos crípticas.
He intentado ser cada vez más claro. Eso lo aprendí escribiendo la novela El amor no está en el tiempo. Decidí que la gente tenía que comprenderme más, porque hasta a mí me costaba entenderme. Al principio, tuve una época de escritura automática, muy William Burroughs. Escribía compulsivamente y tenía miles de poemas. Ahora tiendo a la claridad, porque quiero que se comprenda lo que canto, lo que digo y lo que escribo.
Antes que nada, la canción, sea de Roberto Carlos o de quién sea.
No. Yo navego por dos ríos paralelos: el mundo crooner de la canción romántica y el mundo de la exploración y el ruido. En este momento, de nuevo va avanzando cada vez más el ruido, pues creo que ya he aprendido a cantar. Porque mi intención también era cantar mejor, porque hay gente que dice que lo hago muy mal [risas].
Por cierto, ¿qué fue del monopatín? ¿Ha vuelto a montar?
Sigo montando. No me arriesgo tanto en los skateparks, pero siempre lo llevo en el maletero del coche.
Ha escrito sobre usted mismo que “es tan hombre como niño”. También han dicho que es el roquero “más viril y femenino”, como cazó al vuelo el periodista Óscar Iglesias durante un concierto en Santiago.
Yo tengo una mujer dentro. Si no fuese así, no podría ser cómo soy.
Tiene una hija y un hijo. ¿Qué futuro les espera?
Mientras estemos junto a ellos como padres —para protegerlos, educarlos y dirigirlos por el buen camino—, yo creo que el futuro es bueno. Quiero ser lo más optimista posible, pese a que vaya a haber más guerras y catástrofes, como las que provocará el cambio climático. Porque es así… El ser humano es el cáncer de la humanidad. Ahora bien, si les enseñamos a nuestros hijos a estar la mayor parte del tiempo bien consigo mismos, pueden encarar lo que les caiga.
Es algo que todo ser humano debe aprender. Aunque estés sin dinero, aunque te hayan robado el coche, aunque tu novia te ponga los cuernos o aunque tu mujer te deje, tienes que pensar que es por algo bueno que va a venir después. Con esa actitud, puedes sobrevivir a todo. Eso sí, hay que hacerse fuerte para resistir lo que viene, porque va a ser duro. Y los débiles que no puedan aguantarlo van a caer.
¿El amor es un pozo con fondo?
El amor es un pozo sin fondo. Algo tan inexplorado como un agujero negro, en el mejor sentido de la palabra negro [risas].